domingo, 1 de enero de 2012

La tormenta de arena

El viejo esperó un tanto a que amainara el viento. Las rachas eran aún muy fuertes, no podría mantenerse en pie si salía ahora de su refugio. Espero paciente, pegado al lomo del animal, intentando respirar con calma. No le llegaba el oxígeno a los pulmones, de seguir así unos minutos más, perdería la consciencia.

Fuera: nada. Ni un presagio de vida. Ni un grito. Ningún rastro de algún otro desgraciado que estuviera arrastrándose como él, en sus correspondientes palmos de tierra.

Párpados y labios quebrados por el esfuerzo, tras dos minutos en los que constatar la debilidad humana bajo el empuje agónico de la naturaleza, el viejo se incorporó a duras penas, apoyó los antebrazos en la mesa de roble y pensó entre surcos de piel y de dolor, Ojalá esta habitación fuera de arena, como el libro de Borges; Ojalá, se abriera por donde se abriera, no tuviera ese libro número de página; Ojalá fuera yo un beduino como el de la novela, que puede oler las tormentas, encerrarse en piel de camello y hacer que el corazón responda.

El viejo se sentó por fin entre todos sus libros y consiguió mover su brazo derecho. Llamó a su hija, y esta, a su vez, a la asistencia médica 24 horas, o quizá fue al revés. Su perro se colocó de muro protector, esta vez junto a sus piernas.

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