jueves, 7 de marzo de 2013

Decálogo del perfecto cuentista, de Horacio Quiroga

La web Mundo Palabras publicó el otro día el Decálogo del perfecto cuentista, del maestro uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937). Como todo lo que viene de un maestro es... magistral, no tiene desperdicio, por ello lo reproduzco, para que a mí no se me olvide, por un lado, y para que aquellos que paséis por aquí y seáis un poco cuentistas, saquéis todo el provecho de él para vuestros relatos. Ahí va:

1) Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.
2) Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
3) Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
4) Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
5) No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
6) Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “Desde el río soplaba el viento frío”, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
7) No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
8 ) Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
9) No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
10) No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

lunes, 4 de marzo de 2013

El Anticipo

No puedes recordar.  Hay algo que te impide comenzar a escribir recordando, dejándote a la melancolía y a las palabras fáciles, como si ambas juntas fueran la peor de tus afecciones, como si siempre hubieras estado enfermo de melancolía y simpleza.

Asume, en primer lugar, que no puedes escribir como la música que escuchas.  Las palabras nunca serán edificios de la nada y pura percepción. Tus palabras ocupan espacio, pesan, incordian, rara vez, por no decir nunca, son inocentes, ya que siempre, siempre tienen un efecto más prolongado que su sonido. Son memoria. A la vez, sin embargo, pueden ser tan fútiles. No por tus torpes desmentidos, poco tienen que ver, pues son también y de nuevo ilusoriamente verbales. No es tanto eso, como que parece que tus palabras se quedan sin resuello antes de llegar a lo que realmente quieren decir. Resuello, qué bonita palabra dices, porque te invita a metáforas, te suena a aire de cuchillo entrándote por la garganta cuando intentas volver a hablar de Ella. Compleción, qué asco de palabra, no lo dices pero lo piensas, porque no tiene imagen posible en ti desde que la perdiste, a Ella, no la palabra ni la imagen, sino que la perdiste a Ella.

Sea como fuere. Busca afuera. Siempre te quejas de que vives algo así como en las afueras de una Los Ángeles desvaída, con los mismos paseos marítimos decadentes, las mismas tiendas que ofrecen poco o nada llenas de gente, las mismas corrientes de rostros curtidos por el  sol y piernas anglosajonas blanquecinas, deseosas de atención, de anhelo, de deseo de algo nuevo. Puede que tengas razón, puede que estés en una California sin Pacífico, donde el mar –y el mal- se levanta siempre en calma y no se estila la muerte violenta, sino más bien el deterioro languideciente de miles de elefantes que agotan sus pensiones en la siempre pretendida calidad de vida mediterránea. Dime si eso no es violento. Hay una cierta violencia en poder elegir dónde morir. Supongo que lo comprendí la primera vez que escuché en una radio anglosajona de la costa el anuncio de una empresa de servicios funerarios y de repatriación. Para que cuando llegue el momento, ni usted ni su familia tengan que preocuparse por nada. Los suyos recibirán su cadáver en su domicilio por el módico precio reflejado en el contrato. Bam, bam. No oyes los disparos, los dramas de los elefantes, la muerte soleada. Eso tampoco te inspira. Lástima.

Puedes mirar más allá del paisaje urbano y humano, puedes crearte personajes fantásticos: sus estados de espera, sus vacilaciones… hasta su no hacer nada con nadie. Eso sería pura fantasía. Hoy no hay relato donde alguien haga nada con nadie, donde alguien espere, o dude. O se dé la vuelta tras haber cambiado de opinión. Hoy no se hace eso. Hazlo tú. No, no te sale. Bueno, pues sinceramente, no sé qué más quieres que diga.

A estas alturas, y a las anteriores, a las de hace un año, contando con todo lo que te pasó, no concibo tu inacción. Si no puedes escribir, no escribas. Haz otra cosa con tu vida. Vete al extranjero. Vive algún paquete de experiencias de los que son imprescindibles según alguna biblia hipster de mierda. 

Lamentablemente, solo tú conoces las maneras. Si no puedes revivir nada de aquello, si no puedes empezar a ponerle ni una línea a aquel desgarro de la realidad, a aquel desmontaje de la vida tal y cómo la conocías, a esa eterna querencia de su regreso, a esa anulación del tiempo y del espacio hasta que vuelvas a tocarla, lo entiendo. Cómo se atreve uno a volver a sentir el pecho tan pétreo, y en él, una angustia tan furiosa que parece que vayas a perderte por fin, una desintegración aguda de lo que alguna vez pudo significar ser feliz. 

En fin, Ella no está y vivir es como correr bajo el agua.

Estaré donde siempre. Si te decides a mostrarme algo de detrás de lo ingrávido, una página, página y media, te la pagaré como si fueras a escribirme la mayor de las novelas.