LUNARES, PECAS Y MICRORRELATOS

Historias redonditas que nos salen en la piel...

SEPTIEMBRE

Durante años, los días de este mes que debería contar entero dentro del verano haga el tiempo que haga, se nombraban con una palabra que vale para una calle, pero para todo un mes... es demasiado, incluso para una cántabra reticente a no preferir la niebla viva donde viva. La palabra, la melancolía, lleva un tiempo desaparecida. Se ha diluido en la suave inacción de los días, en el convencimiento tozudo de que la vida puede ser más vida cuando la miras y la ves, y paladeas las horas como si fueran creación tuya, y te perteneciesen, y las hubieras cocinado el día anterior y dejado macerar para sorprenderte con su aroma al día siguiente. Puede ser más, cuando los despertares son alivio y el cansancio no termina de tornarse amargo porque nunca me apuran el frío o el llanto, porque estáis ahí, no os habéis ido a ningún sitio, no sois un espejismo tras los párpados cerrados. Es más con la luz que ciega los ojos mañaneros y abre arruguitas en las sienes que pasan del llanto a la sonrisa muda que más retumba, que se eschucha en todo el interior de mi cuerpo, que me hace estremecer de insólita alegría a pesar de los madrugones. Y la tarde: la calma del que no quiere estarse quieto. O sí quiere, pero sabe que es mil veces mejor perseguir por el salón a quienes se ama. Las noches y las madrugadas, plácidas en sus idas y venidas, anuncian otros desvelos que vendrán, pero aún no. No este Septiembre.

Vista con unos ojos que quieren ser míos, pero no lo son. Diminutos espejos, reflectores del universo tal y como quisiéramos contenerlo.

Experimentada a través de una piel que es pura continuación de la mía, pues aún no hay una frontera clara entre ambas.
La vida es más vida.


COPENHAGUE
 
“¿A qué es genial volver a casa en tren?”, quería decirle. Quería abrazarlo. Quería decirle que todos los viajes quiere hacerlos con él, que no quiere vida sin él, que no quiere pensar mucho los relatos, ni perderse en complejidades, porque eso ya se ha hecho, porque eso es más de lo mismo. Pero estos días las unidades de medida han perdido su sentido, y sólo puede consolarse en los poemas. Las voces y el canal que nunca son suficientes. La vida en suspiros, en un qué rápido, en un no te vayas. Siempre en un no te vayas y quédate conmigo. La vida en miradas que se quiebran y carcajadas que duran para siempre. La vida en un mirador. La vida en su cuerpo y en mi mano el minuto. La vida de ahora no es suficiente, quiero siempre.




LA CHICA QUE PELABA CEBOLLA 
Había poca luz en la cocina, la verdad. No había suficiente luz para llevar a cabo tareas que requieren precisión milimétrica, y sin embargo, ahí estaba ella, erguida y poderosa, con el cuchillo que había venido de regalo con la edición dominical del periódico. No estaba segura de poder terminar la colección. Aun así seguía enfrascada en su misión. 
Sonó el timbre y se sobresaltó. Fue a ver quién era, extrañada: nadie llama al timbre de estos bloques residenciales en domingo, a no ser que sea familiar o amigo, visitas más o menos deseadas. Al otro lado, la imagen convexa de una mujer embarazada vestida de verde ocupaba toda la mirilla. Parecía nerviosa, movía el cuerpo con el balanceo de punta a talón, y miraba de arriba abajo esperando respuesta de la maldita puerta. Maldita puerta. Abrió sigilosa y saludó: "Hola, ¿querías algo?", "Perdona", le dijo, sorprendida, atónita incluso, "he debido de confundirme, eh... no es aquí, disculpa, eh, no, yo... no quería molestarte". La voz entrecortada y el nerviosismo acentuado, sus ojos se movían en todas direcciones salvo en la que llevaba a los ojos de su interlocutora. "Hay que ver....¡no pasa nada, mujer!, pareces agobiada, ¿no quieres pasar y tomar un vasito de agua o de zumo? Te sentará bien..." "No, no, no, ni hablar... ya te he entretenido bastante. Tengo que irme". Esto último sonó contundente. Desapareció tras el cortafuegos y esperó el ascensor.
En fin, ahí estaba el encuentro extraño del día. Aún sin entender muy bien lo que había pasado, volvió a la mal iluminada cocina (día nublado, ¿cuándo se iba a acordar de llamar al electricista?) y siguió con lo suyo. La cebolla estaba ya completamente pelada, sólo quedaba elegir cómo cortarla. Mientras pasaba sus dedos por la capa exterior, pensaba en los ojos temerosos de la muchacha. "¿Por qué estaría tan asustada?", pensó. Comenzó a cortar la cebolla en tiras, manejaba el cuchillo con firmeza y ternura a un mismo tiempo, como si hubiera nacido para ello. "¡Claro!", se dijo, "¡el cuchillo! ¡pero qué estúpida soy! ¡la pobre chica habrá pensado que soy una loca con tendencias homicidas! Hay que ver... ¿a quién se le ocurre salir a abrir la puerta con un cuchillo japonés en la mano?" Eso había sido, el cuchillo.
Un grito ahogado produjo, de repente, un apagón a su alrededor. La cocina desapareció tras sus ojos cerrados. La sangre salía a borbotones del dedo índice de su mano izquierda, tanto, que empapó su camisón verde con una enorme mancha roja, en forma de uve. Salió corriendo hacia el baño, metió el dedo debajo del grifo. Intentaba apretárselo con fuerza, pero la hemorragia no paraba. Buscó por todo el armario algo para desinfectar la herida. Sin éxito. El suelo lleno de cajas de medicamentos. Se agachó y cogió como pudo los algodones y el esparadrapo. El corte era profundo, no pintaba bien. Empezó a ponerse nerviosa, trató de calmarse. Respira hondo, respira. De pronto, sintió un agudo pinchazo en el vientre. No, no hay que tener ciertos accidentes en el octavo mes de embarazo. Hay que ver...
Los vecinos de detrás del cortafuegos no estaban. Malditas puertas. Malditos bloques residenciales. La ambulancia tardó en llegar hasta allí. Llaman al timbre. Al otro lado, la imagen cóncava de una mujer embarazada vestida de verde ocupaba toda la mirilla.




La tormenta de arena

El viejo esperó un tanto a que amainara el viento. Las rachas eran aún muy fuertes, no podría mantenerse en pie si salía ahora de su refugio. Espero paciente, pegado al lomo del animal, intentando respirar con calma. No le llegaba el oxígeno a los pulmones, de seguir así unos minutos más, perdería la consciencia.

Fuera: nada. Ni un presagio de vida. Ni un grito. Ningún rastro de algún otro desgraciado que estuviera arrastrándose como él, en sus correspondientes palmos de tierra.

Párpados y labios quebrados por el esfuerzo, tras dos minutos en los que constatar la debilidad humana bajo el empuje agónico de la naturaleza, el viejo se incorporó a duras penas, apoyó los antebrazos en la mesa de roble y pensó entre surcos de piel y de dolor, Ojalá esta habitación fuera de arena, como el libro de Borges; Ojalá, se abriera por donde se abriera, no tuviera ese libro número de página; Ojalá fuera yo un beduino como el de la novela, que puede oler las tormentas, encerrarse en piel de camello y hacer que el corazón responda.

El viejo se sentó por fin entre todos sus libros y consiguió mover su brazo derecho. Llamó a su hija, y esta, a su vez, a la asistencia médica 24 horas, o quizá fue al revés. Su perro se colocó de muro protector, esta vez junto a sus piernas.
  



QUIET VOICE FROM MY GUITAR...
No pudo explicar los escalofríos que le recorrían el cuerpo antes de abandonar la bahía. Sabía bien que no volvería a verla, habían llevado esos siete días demasiado lejos. Pero si alguna vez escuchas Corcovado y estás por aquí, llama.