domingo, 9 de diciembre de 2012

La chica que pelaba cebolla

Por "alusiones" a que este microrrelato debería aparecer en la página "principal", ahí va un homenaje a los orígenes de mis narraciones ordinarias:

Había poca luz en la cocina, la verdad. No había suficiente luz para llevar a cabo tareas que requieren precisión milimétrica, y sin embargo, ahí estaba ella, erguida y poderosa, con el cuchillo que había venido de regalo con la edición dominical del periódico. No estaba segura de poder terminar la colección. Aun así seguía enfrascada en su misión. 
Sonó el timbre y se sobresaltó. Fue a ver quién era, extrañada: nadie llama al timbre de estos bloques residenciales en domingo, a no ser que sea familiar o amigo, visitas más o menos deseadas. Al otro lado, la imagen convexa de una mujer embarazada vestida de verde ocupaba toda la mirilla. Parecía nerviosa, movía el cuerpo con el balanceo de punta a talón, y miraba de arriba abajo esperando respuesta de la maldita puerta. Maldita puerta. Abrió sigilosa y saludó: "Hola, ¿querías algo?", "Perdona", le dijo, sorprendida, atónita incluso, "he debido de confundirme, eh... no es aquí, disculpa, eh, no, yo... no quería molestarte". La voz entrecortada y el nerviosismo acentuado, sus ojos se movían en todas direcciones salvo en la que llevaba a los ojos de su interlocutora. "Hay que ver....¡no pasa nada, mujer!, pareces agobiada, ¿no quieres pasar y tomar un vasito de agua o de zumo? Te sentará bien..." "No, no, no, ni hablar... ya te he entretenido bastante. Tengo que irme". Esto último sonó contundente. Desapareció tras el cortafuegos y esperó el ascensor.
En fin, ahí estaba el encuentro extraño del día. Aún sin entender muy bien lo que había pasado, volvió a la mal iluminada cocina (día nublado, ¿cuándo se iba a acordar de llamar al electricista?) y siguió con lo suyo. La cebolla estaba ya completamente pelada, sólo quedaba elegir cómo cortarla. Mientras pasaba sus dedos por la capa exterior, pensaba en los ojos temerosos de la muchacha. "¿Por qué estaría tan asustada?", pensó. Comenzó a cortar la cebolla en tiras, manejaba el cuchillo con firmeza y ternura a un mismo tiempo, como si hubiera nacido para ello. "¡Claro!", se dijo, "¡el cuchillo! ¡pero qué estúpida soy! ¡la pobre chica habrá pensado que soy una loca con tendencias homicidas! Hay que ver... ¿a quién se le ocurre salir a abrir la puerta con un cuchillo japonés en la mano?" Eso había sido, el cuchillo.
Un grito ahogado produjo, de repente, un apagón a su alrededor. La cocina desapareció tras sus ojos cerrados. La sangre salía a borbotones del dedo índice de su mano izquierda, tanto, que empapó su camisón verde con una enorme mancha roja, en forma de uve. Salió corriendo hacia el baño, metió el dedo debajo del grifo. Intentaba apretárselo con fuerza, pero la hemorragia no paraba. Buscó por todo el armario algo para desinfectar la herida. Sin éxito. El suelo lleno de cajas de medicamentos. Se agachó y cogió como pudo los algodones y el esparadrapo. El corte era profundo, no pintaba bien. Empezó a ponerse nerviosa, trató de calmarse. Respira hondo, respira. De pronto, sintió un agudo pinchazo en el vientre. No, no hay que tener ciertos accidentes en el octavo mes de embarazo. Hay que ver...
Los vecinos de detrás del cortafuegos no estaban. Malditas puertas. Malditos bloques residenciales. La ambulancia tardó en llegar hasta allí. Llaman al timbre. Al otro lado, la imagen cóncava de una mujer embarazada vestida de verde ocupaba toda la mirilla.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Melancholia (una reescritura)

Se hallaban frente al cielo abierto, incapaces de reaccionar. Fue una de las dos mujeres que quedaban vivas quien se adelantó y comenzó a atravesar el campo que, cual pradera recortada de alguna naturaleza muerta, de un verde compacto, sin matices, se extendía entre el lago y la casa. Daba pasos firmes, cortos, ansiosos, buscando, quizá, sus últimas certezas. Acompañada de su sobrino, un pequeño blanquecino, de esos que se han criado medio solos y a los que les cuesta sonreír, la mujer dirigía la búsqueda en el bosque. Se adentran en la mal llamada espesura, pues en esta arboleda hay mucho espacio entre árbol y árbol y la luz se filtra sin mayor dificultad. Por fin encuentran lo que buscan, un manojo de ramas que convertir en palos, de unos dos metros de altura, elásticas y aún consistentes. Perfectas para construir una cueva mágica.

De vuelta al cielo abierto, los tres últimos compañeros suben a una suave loma, atalaya resbaladiza  sobre el lago. Un punto de observación para el acontecimiento. Las seis manos blancas con frío se disponen a edificar lo que será su refugio antiaéreo. Un lugar en el que sentarse y confiar. Montan los palos, los tocan, los deslizan unos contra otros y los unen en un extremo; todo ello con tal sentido de desesperanza que casi se les cierran los ojos esperando que entre palo y palo, el espacio triangular se rellenara con la más especial aleación de metales, pétrea, o no,  mejor quizá, sumamente adaptable, indestructible, en fin, triángulo de resiliencia que absorba cualquier bocanada de aire sideral y todos los restos minerales y líticos que a buen seguro habrán de golpearles.

Quedó terminado, así, e inaugurado el refugio, cuando los tres compañeros se sentaron. La primera mujer, de la que no hemos hablado porque se había escondido en su cuerpo -ella que, en condiciones normales, en los extremos del convencionalismo, se manejaba con tanta flema y sensatez-, levantó entonces su mirada crispada de nervios y de melancolía por el resto de vida no vivida. Miró hacia arriba y el azul fue casi insoportable.

Todo el paisaje -lago, prado, casa, bosque-, ayer mismo inmerso en la penumbra de las noches de la campiña y de las miserias establecidas que dominaban las vidas de sus habitantes, se iluminó hasta rebasar los límites humanos de la claridad, y con ella, de la clarividencia. Inevitablemente, medio segundo después, todo ello reventó de luz y de calor, pasando a ser microinstantes de color anaranjado, cristalizados junto al resto del planeta, aniquilados sin ser oídos más que en el resto del universo.

Y así fue que todo volvió a ser pura energía, quizá como siempre hubimos merecido... ser.




Un guiño a que el día 21 de Diciembre seguiremos vivos (¡cómo si nos lo fueran a poner tan fácil!) y al cine de Lars Von Trier, que tiene la peculiaridad de hacerte creer que lo más bello y tranquilizador que puede ocurrir es el fin del mundo.