viernes, 7 de diciembre de 2012

Melancholia (una reescritura)

Se hallaban frente al cielo abierto, incapaces de reaccionar. Fue una de las dos mujeres que quedaban vivas quien se adelantó y comenzó a atravesar el campo que, cual pradera recortada de alguna naturaleza muerta, de un verde compacto, sin matices, se extendía entre el lago y la casa. Daba pasos firmes, cortos, ansiosos, buscando, quizá, sus últimas certezas. Acompañada de su sobrino, un pequeño blanquecino, de esos que se han criado medio solos y a los que les cuesta sonreír, la mujer dirigía la búsqueda en el bosque. Se adentran en la mal llamada espesura, pues en esta arboleda hay mucho espacio entre árbol y árbol y la luz se filtra sin mayor dificultad. Por fin encuentran lo que buscan, un manojo de ramas que convertir en palos, de unos dos metros de altura, elásticas y aún consistentes. Perfectas para construir una cueva mágica.

De vuelta al cielo abierto, los tres últimos compañeros suben a una suave loma, atalaya resbaladiza  sobre el lago. Un punto de observación para el acontecimiento. Las seis manos blancas con frío se disponen a edificar lo que será su refugio antiaéreo. Un lugar en el que sentarse y confiar. Montan los palos, los tocan, los deslizan unos contra otros y los unen en un extremo; todo ello con tal sentido de desesperanza que casi se les cierran los ojos esperando que entre palo y palo, el espacio triangular se rellenara con la más especial aleación de metales, pétrea, o no,  mejor quizá, sumamente adaptable, indestructible, en fin, triángulo de resiliencia que absorba cualquier bocanada de aire sideral y todos los restos minerales y líticos que a buen seguro habrán de golpearles.

Quedó terminado, así, e inaugurado el refugio, cuando los tres compañeros se sentaron. La primera mujer, de la que no hemos hablado porque se había escondido en su cuerpo -ella que, en condiciones normales, en los extremos del convencionalismo, se manejaba con tanta flema y sensatez-, levantó entonces su mirada crispada de nervios y de melancolía por el resto de vida no vivida. Miró hacia arriba y el azul fue casi insoportable.

Todo el paisaje -lago, prado, casa, bosque-, ayer mismo inmerso en la penumbra de las noches de la campiña y de las miserias establecidas que dominaban las vidas de sus habitantes, se iluminó hasta rebasar los límites humanos de la claridad, y con ella, de la clarividencia. Inevitablemente, medio segundo después, todo ello reventó de luz y de calor, pasando a ser microinstantes de color anaranjado, cristalizados junto al resto del planeta, aniquilados sin ser oídos más que en el resto del universo.

Y así fue que todo volvió a ser pura energía, quizá como siempre hubimos merecido... ser.




Un guiño a que el día 21 de Diciembre seguiremos vivos (¡cómo si nos lo fueran a poner tan fácil!) y al cine de Lars Von Trier, que tiene la peculiaridad de hacerte creer que lo más bello y tranquilizador que puede ocurrir es el fin del mundo.

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