sábado, 29 de septiembre de 2012

Dublinesca

Se considera tan lector como editor. Le retiró de la edición básicamente la salud, pero le parece que en parte también el becerro de oro de la novela gótica, que forjó la estúpida leyenda del lector pasivo. Sueña con un día en que la caída del hechizo del best-seller dé paso a la reaparición del lector con talento y se replanteen los términos del contrato moral entre autor y público. Sueña con un día en el que puedan respirar de nuevo los editores literarios, aquellos que se desviven por un lector activo, por un lector lo suficientemente abierto como para comprar un libro y permitir en su mente el dibujo de una conciencia radicalmente diferente a la suya propia. Cree que si se exige talento a un editor literario o a un escritor, debe exigírsele también al lector. Porque no hay que engañarse: el viaje de la lectura pasa muchas veces por terrenos difíciles que exigen capacidad de emoción inteligente, deseos de comprender al otro y de acercarse a un lenguaje distinto al de nuestas tiranías cotidianas. Como dice Vilém Vok, no es tan sencillo sentir el mundo como lo sintió Kafka, un mundo en el que se niega el movimiento y resulta imposible siquiera ir de un poblado a otro. Las mismas habilidades que se necesitan para escribir se necesitan para leer. Los escritores fallan a los lectores, pero también ocurre al revés y los lectores les fallan a los escritores cuando sólo buscan en éstos la confirmación de que el mundo es como lo ven ellos...


Leyendo a Vila-Matas te dan ganas de ser para siempre lector. Llegué a Dublinesca a través de una declaración de intenciones lyonesa de la que ya os hablé en verano, Perder Teorías, donde el autor ya apuntaba a una novela donde la escritura es vista como un reloj que avanza y donde el estilo triunfa sobre la trama.
Puedo decir que sí, que en Dublinesca la escritura avanza por las fechas, y es ella misma tiempo, compás de espera hasta el momento del viaje a Dublín, triunfo del estilo y el cómo sobre la trama y el qué. Con estas misiones cumplidas, sin embargo, y aunque durante páginas haya un convencimiento vocacional de que no pase nada, pasan, pasan, y pasan, miles de cosas en esta novela. ¿O no pasan millones de cosas en nuestros interiores? ¿en cada fase extraña de nuestra vida? ¿en lo que no le decimos a nadie, porque cuando por fin lo decimos somos de lo más ridículos?
Pues eso: pasa ese editor retirado, aburrido porque ya no puede beber, abrumado por el Apocalipsis (sea cual fuere), sintiendo cada noche que alguien le observa: ¿un fantasma, un Joyce, un genio, Nueva York?; puteado porque, intuye, esa muerte tan sesentera del autor ha llegado y a él solo le queda sentarse y ser lo peor. Pasan esa gabardina y esos pantalones cortos (que no ayudan), y esos muchachos recurrentes que desaparecen de pronto, como un fantasma, como un Joyce, como el autor de la obra maestra nunca publicada.
En esta novela pasan millones de cosas: pasan amigos, escritores más jóvenes y más vivos, pero que no le llegan a Riba (nuestro editor) a la suela del zapato; pasa el East End; pasa una casa pintada que te ordena que salgas, a la puta calle; pasa un querer y un esperar la mejor de las literaturas.
Pues, y supongo que es algo que nos preguntamos muchos, ¿por qué hay tan pocos escritores ya que sepan de literatura? ¿que sepan tan poquito de la lengua y la literatura? Como bien dice mi hermana, parece que con encontrar una trama "que enganche, a poco bien que escribas" ya lo tienes hecho. A poco bien que...
Más que queja, es celebración de un autor como éste. Salve.


No es el puente de O'Connell, ni hay caballo blanco, pero esta entrada  me deja celebrar uno de los amaneceres más bonitos que no me he perdido durmiendo, como de costumbre. Fue en Dublín, sobre el Liffey, un día de Agosto de 2010.

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