domingo, 26 de agosto de 2012

Mostar


Hace veintidós años, un niño llamado Josip -que bien podría haberse llamado Yosif o Yusuf, y es este, según él mismo, el rasgo que distingue su etnicidad- podía cruzar los puentes de su ciudad de la mano de sus padres. Hoy, Josip es un joven guía bosniocroata que habla un fluido español sin haber pisado jamás ningún país hispanohablante. Hay que olvidar, dice, ladeando la cabeza hacia sus hombros constantemente encogidos, pero, bueno, los militares españoles hicieron mucho bien aquí, yo aprendí español con ellos, nos daban clases, hicieron mucho bueno, y eso... no hay que olvidar. Repite insistentemente el propósito de olvidar, como si, por su voluntad y tozudez, el recelo entre croatas y bosníacos, que acabaron enfrentándose de forma fratricida después de haber defendido su ciudad frente a los serbios, pudiera quedar en disputas de campo de fútbol. 

¿Cómo se puede olvidar lo inolvidable?





Las montañas que rodean Mostar son miradores terribles. Fueron la excusa perfecta, la pared estratégica contra la que estrellarse en la huida, atalaya y galería de asesinos. Hoy, las cumbres redondeadas de esas montañas son hombros constantemente encogidos ante las preguntas de la guerra: ¿Cómo empezó todo? ¿Quién bombardeó el Puente Viejo? ¿Quién ganó? Josip nos dice que a él le siguen contando historias diferentes: en la universidad le cuentan una; sus padres, otra; los medios de comunicación, otra. Dicen que la historia la escriben los vencedores. Las montañas de Mostar se encogen de hombros. Aquí no debió de ganar nadie.

Podría hablar de lo más bello de Mostar, en mi humilde opinión: el stari most y su curva gris sobre el turquesa mineralizado del Neretva, las callejuelas empedradas, todo lo que de otomano se asome por puertas y ventanas... cada estampa orientalizante retratada por grupos de europeos queriendo sentirse aventureros. Minarete que veo, fotografía que hago. Y me incluyo, cómo no. Aunque haya tenido la suerte de vivir durante dos años en otro reducto otomano entre montañas, unos ¿quinientos? kilómetros más al sur (pues la ruta de Mostar a Ioannina, en el Epiro griego, atraviesa Albania y no se puede calcular).

Podría hablar también de lo más digno de Mostar, siempre en mi humilde opinión: las huellas de su desventura. Pero eso ya solo se puede describir con otro lenguaje que yo no poseo.




Así que, terminando, me quedo con mis sensaciones encontradas durante mi breve estancia en la ciudad: la liviandad del viaje, la invisibilidad  -que diría Antonio Muñoz Molina- del tránsito; frente a las emociones graves, queriendo quizá impostar el peso de la historia, al rebobinar los bombardeos impenitentes sobre el puente viejo o al observar la espalda curtida de un pequeñajo condenado -por todos- a mendigar.

Espero volver a Bosnia, no solo a Hercegovina, y encontrarla encontrándose más a sí misma y más segura de sus gentes. Parafraseando la piedra inadvertida aún turística: nunca olvidaré Mostar.





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