No puedes recordar. Hay algo que
te impide comenzar a escribir recordando, dejándote a la melancolía y a las
palabras fáciles, como si ambas juntas fueran la peor de tus afecciones, como
si siempre hubieras estado enfermo de melancolía y simpleza.
Asume, en primer lugar, que no
puedes escribir como la música que escuchas.
Las palabras nunca serán edificios de la nada y pura percepción. Tus
palabras ocupan espacio, pesan, incordian, rara vez, por no decir nunca, son
inocentes, ya que siempre, siempre tienen un efecto más prolongado que su
sonido. Son memoria. A la vez, sin embargo, pueden ser tan fútiles. No por tus
torpes desmentidos, poco tienen que ver, pues son también y de nuevo
ilusoriamente verbales. No es tanto eso, como que parece que tus palabras se
quedan sin resuello antes de llegar a lo que realmente quieren decir. Resuello,
qué bonita palabra dices, porque te invita a metáforas, te suena a aire de
cuchillo entrándote por la garganta cuando intentas volver a hablar de Ella.
Compleción, qué asco de palabra, no lo dices pero lo piensas, porque no tiene
imagen posible en ti desde que la perdiste, a Ella, no la palabra ni la imagen,
sino que la perdiste a Ella.
Sea como fuere. Busca afuera. Siempre
te quejas de que vives algo así como en las afueras de una Los Ángeles
desvaída, con los mismos paseos marítimos decadentes, las mismas tiendas que
ofrecen poco o nada llenas de gente, las mismas corrientes de rostros curtidos
por el sol y piernas anglosajonas
blanquecinas, deseosas de atención, de anhelo, de deseo de algo nuevo. Puede
que tengas razón, puede que estés en una California sin Pacífico, donde el mar
–y el mal- se levanta siempre en calma y no se estila la muerte violenta, sino
más bien el deterioro languideciente de miles de elefantes que agotan sus
pensiones en la siempre pretendida calidad de vida mediterránea. Dime si eso no
es violento. Hay una cierta violencia en poder elegir dónde morir. Supongo que
lo comprendí la primera vez que escuché en una radio anglosajona de la costa el
anuncio de una empresa de servicios funerarios y de repatriación. Para que
cuando llegue el momento, ni usted ni su familia tengan que preocuparse por
nada. Los suyos recibirán su cadáver en su domicilio por el módico precio reflejado
en el contrato. Bam, bam. No oyes los disparos, los dramas de los elefantes, la
muerte soleada. Eso tampoco te inspira. Lástima.
Puedes mirar más allá del paisaje
urbano y humano, puedes crearte personajes fantásticos: sus estados de espera,
sus vacilaciones… hasta su no hacer nada con nadie. Eso sería pura fantasía.
Hoy no hay relato donde alguien haga nada con nadie, donde alguien espere, o
dude. O se dé la vuelta tras haber cambiado de opinión. Hoy no se hace eso.
Hazlo tú. No, no te sale. Bueno, pues sinceramente, no sé qué más quieres que
diga.
A estas alturas, y a las
anteriores, a las de hace un año, contando con todo lo que te pasó, no concibo
tu inacción. Si no puedes escribir, no escribas. Haz otra cosa con tu vida.
Vete al extranjero. Vive algún paquete de experiencias de los que son
imprescindibles según alguna biblia hipster
de mierda.
Lamentablemente, solo tú conoces
las maneras. Si no puedes revivir nada de aquello, si no puedes empezar a
ponerle ni una línea a aquel desgarro de la realidad, a aquel desmontaje de la
vida tal y cómo la conocías, a esa eterna querencia de su regreso, a esa
anulación del tiempo y del espacio hasta que vuelvas a tocarla, lo entiendo. Cómo
se atreve uno a volver a sentir el pecho tan pétreo, y en él, una angustia tan
furiosa que parece que vayas a perderte por fin, una desintegración aguda de lo
que alguna vez pudo significar ser feliz.
En fin, Ella no está y vivir es
como correr bajo el agua.
Estaré donde siempre. Si te
decides a mostrarme algo de detrás de lo ingrávido, una página, página y media,
te la pagaré como si fueras a escribirme la mayor de las novelas.
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